TE DEUM DEL BICENTENARIO

 

I. Damos gracias a Dios

En el evangelio que hemos escuchado (Mt 7,24-29), Jesús contrapone dos modos de construir una casa: sobre roca o sobre arena. En su profunda pedagogía, compara la actitud de escuchar sus palabras y ponerlas en práctica con la casa bien construida, capaz de resistir la caída de lluvias torrenciales, el desborde de las aguas, y el embate de los vendavales.

Hace doscientos años, el martes 9 de julio de 1816, bajo la presidencia del diputado por San Juan, Francisco Narciso Laprida, el Congreso General reunido “en la benemérita y muy digna ciudad San Miguel de Tucumán”, tomaba la resolución trascendente de declarar la independencia de “las Provincias unidas en Sud América” para así “investirse del alto carácter de una nación libre e independiente”. A diferencia del 25 de mayo de 1810, el día estaba muy soleado.

Como decimos los obispos en el reciente documento sobre el bicentenario: “El contexto político-social que rodeó a aquella Asamblea, no podía ser más complejo y adverso” (Bicentenario de la Independencia 5). Los congresales pusieron un acto de arrojo hacia un ideal que debía consolidarse con gran esfuerzo en los años sucesivos. La declaración de la independencia fue, según el reconocido historiador Cayetano Bruno, “fruto más bien de la clarividencia y fe en Dios de aquellos insignes varones, que no la consecuencia de una situación reinante en el país y fuera de él” (Historia de la Iglesia en la Argentina VIII, 70).

A la hora de poner los cimientos para construir una casa grande, capaz de albergar por igual a todos los miembros de las Provincias unidas, la sabiduría del evangelio de Cristo quedó constituida como referencia primera y sólido fundamento.

Esto mismo nos deja ya una gran lección. A las dificultades económicas que deberían enfrentar y al desafío militar que implicaba la declaración, se sumaban las legítimas e innegables diferencias de enfoque en los mismos congresales. Pero tuvieron la sabiduría de superarlas mediante un “Plan de materias de primera y preferente atención para las discusiones y deliberaciones del Soberano Congreso” (cf. E. Ravignani, Asambleas Constituyentes Argentinas I, 216-217). Supieron, de este modo, fijar prioridades y lograr la unanimidad en torno a la declaración de independencia.

Ilustrar debidamente la inspiración religiosa, cristiana y católica, buscada como cimiento del Congreso de Tucumán, ocuparía más espacio del que es prudente emplear en esta ocasión. Sólo recordemos que desde los meses previos a la declaración, el 24 de marzo de aquel año, los asambleístas invocaron la protección divina en la Misa del Espíritu Santo, celebrada en el templo de San Francisco. Y luego formularon tres juramentos comprometiéndose a conservar y defender la fe católica, defender la integridad del territorio, y desempeñar fielmente los deberes anejos al cargo de diputados. Cada juramento comenzaba del mismo modo: “¿Juráis a Dios nuestro Señor y prometéis a la patria…?”. En el texto mismo de la declaración, los congresales manifiestan proceder “invocando al Eterno que preside al universo”. Los festejos del día siguiente, 10 de julio, tuvieron gran participación popular, y comenzaron con una Misa celebrada por un congresal, el presbítero Pedro Ignacio de Castro Barros, en la cual estuvieron presentes todos los diputados, el gobernador Aráoz y el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón.

Décadas más tarde, quien fuera presidente de los argentinos, Nicolás Avellaneda, diría que el Congreso de Tucumán “se halla definido por estos dos rasgos fundamentales. Era patriota y era religioso, en el sentido más riguroso de la palabra; es decir, católico, como ninguna otra asamblea argentina”. Según el ilustre político, los congresistas “se emanciparon de su rey, tomando todas las precauciones para no emanciparse de su Dios y de su culto… Querían conciliar la vieja religión con la nueva patria” (citado por C.Bruno, o.c. 65).

II. Desde la fe miramos nuestro presente

Pero hoy no podemos permanecer en una evocación nostálgica del pasado, pues sería amputar al bicentenario su riqueza de sentido. Como cristianos tenemos la íntima convicción de que el Evangelio de Jesús, como instancia suprema sobre la cual se jura y como roca firme que da solidez al edificio, sigue teniendo un potencial inspirador para continuar construyendo la patria como casa común que nos contiene a todos y a nadie excluye.

De allí que los obispos afirmemos: “Los congresales hicieron de una «casa de familia» un espacio fecundo, donde se desarrolló una auténtica deliberación parlamentaria. Esta casa, lugar de encuentro, de diálogo y de búsqueda del bien común, es para nosotros un símbolo de lo que queremos ser como Nación” (CEA, Bicentenario 10). A pesar de prolongados debates y disensos parciales, prevaleció la unidad y “los diputados de lugares tan distantes se vincularon como hermanos, motivados por la causa suprema que los convocaba (…). Así, con la consigna de «conservar la unidad», nos legaron el Acta fundante de nuestra argentinidad, (…) prometieron ante «Dios y la señal de la Cruz» sostener «estos derechos hasta con la vida, haberes y fama»” (ibi 11).

Hoy necesitamos recuperar este profundo sentido moral de la política y de la vida ciudadana. Debemos entender que nuestra grandeza consiste en el servicio a los demás. Servir a la patria y sus instituciones priorizando el bien común por encima del bien particular.

Necesitamos también superar la mentalidad individualista de ser meros habitantes anónimos para recuperar la conciencia de ser ciudadanos responsables. Por eso, hemos dicho: “Jesús envía a los discípulos a descubrir rostros, predicar a personas, llevar el Evangelio a cada uno, curar las enfermedades y dolencias más rebeldes como la pasividad, la resignación, el aislamiento, la indiferencia, el desinterés, la mediocridad, la falta de perdón” (ibi 24).

Hoy venimos al recinto de esta catedral de Mar del Plata para dar gracias por el don que nos legaron nuestros próceres. Pero también acudimos para implorar el auxilio que necesitamos para salir de los males que nos aquejan. Entre estos mencionamos la corrupción, llamada por el Papa Francisco “llaga putrefacta de la sociedad” y “mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos” (Misericordiae vultus 19). El narcotráfico, delito infame que en todo el país y en nuestra querida Mar del Plata va destruyendo cada día la vida de tantos jóvenes. La educación, que no sólo instruye transmitiendo conocimientos, sino que abre al sentido de la vida, al respeto a los demás, y al cuidado del bien común.

III. El Evangelio nos abre a la esperanza

Nada debe temer la sociedad civil de esta dimensión religiosa del aniversario. Antes bien, mucho puede esperar como fruto de este homenaje donde invocamos “al Eterno que preside al universo”, como lo hicieron nuestros próceres.

La Iglesia Católica, por razón de su misión recibida de Cristo y de su competencia propia en la sociedad, nunca se confunde con la comunidad política. Es consciente del rol histórico que ha ejercido y de su deber intrínseco de ser signo y salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana. Respeta y enseña a respetar; promueve y alienta la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos.

Los cristianos adherimos a la celebración de este bicentenario con plena conciencia y motivación cordial. Confortados por el ejemplo fundacional e iluminados por el Evangelio, miramos el futuro con esperanza. Lo mismo que aquella Asamblea de Tucumán se dejó inspirar por los ideales del Evangelio, también hoy queremos abrirnos al futuro para tender siempre a “una Argentina fraterna y solidaria, pacificada y reconciliada, condiciones capaces de crear una Nación para todos” (Bicentenario de la Independencia 2).

Llevamos muchos años de crispación y desencuentros, de resentimientos y agresiones, y las heridas de un pasado reciente se mantienen abiertas. Ni la soberbia ni la venganza pueden ser el camino. Debemos convencernos de que la Nación es nuestra familia y nuestra casa. “Esta casa común la construimos entre todos por medio del diálogo activo, que busque consensos y propicie la amistad social hacia una cultura del encuentro” (ibi 79).

Que Dios bendiga a nuestra Patria, ahora y siempre. Que el Evangelio de Cristo ilumine nuestros pasos en las horas de oscuridad. Que el Espíritu que es Amor sea el vínculo que nos mantenga unidos como hermanos en la casa común.

Luego de invocar la protección de la Trinidad Santísima, miramos a la Virgen de Luján, vestida con los colores de la patria independiente, y le confiamos el destino de nuestra Nación Argentina, en el inicio del tercer siglo de su camino.

+Antonio Marino

Obispo de Mar del Plata